CONDENADO A MUERTE

Era la primera vez que lo condenaba  a muerte. No entendía por qué, no conocía los hechos.

Yo solo estaba allí, esperando verlo y despedirme. Las paredes eran completamente blancas, de baldosín brillante. Entre un espacio y otro, había una ventana grande de vidrio transparente. Se podía ver todo lo que pasaba en el cuarto contiguo.

 Me acerqué a varias enfermeras y les pregunté: 

-       Vengo por el caso de Juan R. ¿saben dónde puedo verlo?

-    Sí claro, su ejecución está programada a las 10:30 a.m. Son justo las 10, si se apresura, tal vez, alcance a encontrarlo vivo para despedirse.

 30 minutos era muy poco. Caminé entre los pasillos, miraba por las ventanas y en cada habitación veía personas pero en ninguna estaba él o alguien conocido.  Al fondo otro cubículo blanco, lleno de enfermeras. Todas vestidas de blanco de la cabeza a los pies. 

-          Disculpen, estoy buscando a Juan R. Está condenado a muerte hoy a las 10:30 a.m. ¿Saben dónde puedo encontrarlo? Me gustaría despedirme…

-          Claro que sí. Su desfragmentación se encuentra programada, hummmm efectivamente 10:30 a.m. En este momento, él está escribiendo cartas y haciendo su testamento. De la desfragmentación saldrán algunas partes del cuerpo. Los familiares y amigos pueden llevárselas.

¡No puede ser! Había llegado tarde. Ya no podía saber si se acordaba o no de mí.

-          ¡Enfermera! Le puede decir que yo estoy aquí. Mi nombre es Janeth. Me gustaría que sepa que quiero verlo antes de la desfragmentación.

-          Trataré, pero este es un momento muy íntimo. Ellos toman decisiones sobre las personas que aman y que fueron importantes en su vida. También recuerdan amigos, familiares y personas a las que les dejan un mensaje antes de partir. No nos gusta interrumpir esa remembranza. Podríamos alterar su mente y el mensaje para alguien que espera saber lo importante que fue para el desfragmentado, nunca llegaría. Es un riesgo que preferimos no tomar.

Cuando el reloj marcó las 10:25 a.m. Juan se asomó a la puerta. Tenía una bata blanca con puntos azules, abierta en la parte de atrás. Me acerqué a la puerta y vi un brillo en sus ojos.

-          ¿Janeth? No esperaba verte acá.

-          Ya vez.

Me acerqué y le toqué la cara. Su cara perfecta, que parecía esculpida. Me miró por unos 20 segundos, en completo silencio. Un silencio pesado. Pero… eso fue todo, no hubo ni una sola palabra.

Sentí las mismas mariposas que revoloteaban en mi estómago desde hace más de 15 años, que lo conocía. Sentí que podía dejarlo ir. No importaba nada. No quedaban pendientes, él me había hecho sentir querida, amada y deseada. Él me había querido tanto como yo a él en todos estos años de ausencia.

Entró de nuevo a la habitación, a través de la ventana se veía la camilla blanca y una máquina grande, donde entraban los condenados. Nunca lo veía, pero la certeza de que dejaría de existir, de que se trataba de una ausencia definitiva le daba la desesperanza y tristeza al momento. Pasados 20 minutos salió la enfermera y dijo:

-          Hemos terminado, acá esta la caja con las pertenencias, las cartas que escribió, su testamento, y las especificaciones claras de lo que ha decidió dejar a cada uno.

Empezó la lista:

-          Le dejó su rostro a su esposa.

-          Las manos a sus sobrinas.

-          Los pies para su mamá.

Así, sucesivamente. Una a una las partes de su cuerpo fueron entregadas. Cada una con una carta, en donde Juan explicaba por qué y se desahogaba de todo lo que no había dicho mientras vivió.

y… para mí, nada. La enfermera notó, sin duda, mi tristeza mientras esperaba que terminara la lectura. Hasta la última letra tuve la esperanza de que hubiera algo para mí. Pero no fue así. Entonces, al terminar se me acercó y me dijo:

-          Hay partes que no le dejó a nadie... Si usted quiere puede tomar alguna y conservarla.

-          Pregunté ¿queda el corazón?

-          Sí, dijo la enfermera. Está disponible. 

Lo sacó en una cajita blanca y lo puso en mis manos mientras me decía: Lo siento mucho.

En mi cabeza me repetía una y otra vez, la única que seguía acá era yo. Para él nunca fui importante. Él ya no se acordaba de mí. Su cara y silencio no habían sido de amor, fueron de desconcierto, de ver allí, en ese momento tan trascendental, a una apenas conocida que se había imaginado cosas más allá de la cuenta. No había nada.

En ese momento, sonó el despertador, abrí los ojos, y comprendí que la condena era justa. 

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