La Calle está dura
La calle está dura, comadres. Dura como lunes sin café y con reunión a las 7 a.m., dura como vivir con suegra y sin puerta en la pieza, como corazón de ex que ya se enamoró de otra. Salir allá afuera, en el 2025, a buscar pareja (seria o no tan seria, una ya no exige tanto) es como ir al Éxito por papel higiénico y volver con una estufa que no necesitabas… y sin el papel.
Vincularse hoy en día es un deporte extremo. Uno se lanza con emoción a la piscina de los “¡Hola, qué haces!” sin saber si está llena, vacía, o si hay un tiburón emocional nadando con cara de “no busco nada serio, pero sí quiero que me escuches todos los días, me cocines los domingos y me bajes el estrés existencial cuando no me dan like”, no quiero nada, pero me comporto como si lo quisiera todo.
Porque claro, ahora el compromiso no se da, se negocia. Se conversa con miedo, con condiciones, con notas emocionales alpie de página tipo: “Yo soy así, y no creo que cambie” o el hermoso “me da mamera empezar de cero, contar otra vez mi historia, qué me gusta, qué me duele… eso cansa”. Y sí, cansa. Uno va entendiendo que salir con alguien nuevo es como tener un Tamagotchi emocional: hay que estar pendiente, alimentarlo con atención, que no se muera de ghosteo, y que aguante el voltaje de días de trabajo con auditoria.
Tradicionalmente han sido los hombres los que sufren de apego evitativo. Les da tanto miedo que los rechacen, que prefieren salir corriendo antes de sentirse abandonados. Sí siempre nos han dicho que son ellos los del miedo al compromiso. Que son ellos los que sienten pereza de hablar, de explicar, de vincularse. Pero ¿qué pasa cuando la que siente pereza soy yo? ¿Qué pasa cuando también soy yo la que no quiere saber de los traumas de la infancia del otro? ¿Cuando soy yo la que dice: “uy no, qué pereza ese nivel de intensidad”? ¿Será que aún no estamos preparados para esto? Para la calle, pa’ la salida, pa’ la cogida de mano.
Y encima, está el desafío masculino: ese impulso competitivo que se activa cuando les dices “no, no me interesa”. ¡Ahí sí! Se les vuelve un reto, una misión, una épica. Hacen de todo para volverse necesarios, para demostrarte que esta vez es distinto. Y cuando una finalmente dice “bueno, veamos”, ahí sí... llega el desgaste, la retirada táctica, la desaparición estratégica. Porque ya no era el amor, era el logro.
Y de los aprendizajes: las relaciones que empiezan a moverse rápido, a pasos agigantados y fogosos, suelen quedarse en eso. Relatos fugaces, que se prenden como fósforos y se consumen igual de rápido. Relacioncitas de una semana que arden y luego cenizan.
La calle está dura. Duro enamorarse después de los 40, duro volver a confiar, duro ayudar al desconocido, duro dejarse llevar, duro quedarse quieto. En la juventud todo parecía más fácil. Todos están buscando. Hay disposición, hay hambre, hay ganas. A los 40, en cambio, todo es regateo emocional: nadie quiere dar mucho, nadie quiere parecer interesado, todos quieren parecer autosuficientes… y así, terminamos negociando afecto como quien negocia aguacates en la plaza.
¿Cuánto te doy para que me devuelvas? ¿Cuánto me aguanto aunque no des lo mismo? ¿Cuánto me aguantás aunque no dé lo mismo? Y así, a jalar la cuerda hasta que alguien se suelte… o se reviente.
Y sin embargo… aquí estoy. En la calle. Dura también. No por costra, ni por fría, sino porque una ha aprendido a ponerse armadura con estilo. A mirar con lupa, a querer bonito pero sin ilusiones baratas. A saber que si me voy a enamorar otra vez, ojalá no me toque sola en esta cuerda.
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