El Parto
Tengo dos hijos, ambos nacieron el mismo día, con exactamente 5 años y doce horas de diferencia. El primero vino al mundo el 15 de julio del 2007, a las 5:00 a.m., el segundo, desde la concepción se ha parecido a su hermano, nació el 15 de julio del 2012, a las 5:00 p.m. Todo indicaba que me había salido una lámina repetida, eran el mismo bebé con menos morados y una cabeza normal.
Cuando el médico me dijo que debía hacerme una cesárea de urgencia porque mi cuerpo estaba en medio de un síndrome de Help, mi primer pensamiento no fue que los pulmones se me podían estallar; me puse triste porque mi único hijo estaba cumpliendo 5 años y yo no estaba ahí para celebrar. El médico se reía de mí mientras preguntaba -- ¿Pero de qué se preocupa mamá? ¡si se va a ahorrar una torta para toda la vida! Qué equivocado estaba.
Este segundo nació con la cabeza
perfecta, sin un morado, sin un rojo, en silencio... el ambiente de la sala de
operaciones le favoreció mucho para no despertarlo. A mí nunca me ha gustado el
fútbol, pero sé que el 15 de julio del 2012 Santafé se ganó la séptima
estrella. En el quirófano estaba el ginecoobstetra y una enfermera. Aunque para
una cesárea normal siempre están más o menos 5 o 6 personas: el médico general, un pediatra neonatal, el
anestesiólogo, y mínimo dos enfermeras.
En el salón contiguo se escuchaba
la narración de un partido de fútbol, y a ratos coros, de más o menos 11 personas, que
decían "uffff, ¡ah! casi casi..." y que celebraban los goles con brincos y gritos, como si no estuvieramos en un hospital. Todo esto, mientras yo vomitaba en una tela azul gigante que la enfermera doblaba y
doblaba tratando de contener los ríos de líquido que salían descontroladamente
de mí boca. Desde ese día el fútbol, a Tomás, le importa cinco. En eso no se
parece con el hermano.
Ese día, también nació la certeza
de no tener más hijos. El médico trató de mostrarme ese par cordoncitos blancuzcos en un tarrito de ensayo, mientras yo luchaba por respirar y vomitar a
la vez. El malestar no me permitió disfrutar la dicha de que, desde ese día, tendría sexo sin que la planificación fuera algo en lo que pensar.
El primero, en cambio, nació
morado. Creo que es el día en que menos he comido y más he caminado en mi vida.
Los médicos decían: "Toca caminar mamita, para que dilate..." Me la
pasé caminando por 15 horas para solo llegar a dos de dilatación. A las doce de
la noche, un par de enfermeras, cansadas de verme la cara de puño por el dolor
en la espalda, decían: "Eso les pasa por andar de paticalientes, es que
estas mamás de ahora... de la cuna a la cama" o la otra aún menos inolvidable:
"Deje de quejarse, no creo que se quejara así cuando se lo estaban haciendo
¿cierto?" Qué lindas, las enfermeras que hacen los nacimientos todo un suceso
para contar.
Un médico dio la orden de poner
pitosín y romper la fuente. Vida triste, a los 21 años se sabe tan poco sobre
el dolor que el cuerpo puede llegar a resistir, pero se aprende tan rápido. El
dolor subió de 7 a 10 en menos de 5 minutos. Como ya no creía en Dios, lo único
que me quedaba era la filosofía... "Después de un gran dolor viene una
gran felicidad" me repetía una y otra vez en la cabeza. No era la frase exacta de Epicteto, pero era la idea. Sabía que después
de aguantar ese dolor tan puto, venía la recompensa.
Esa frase me acompañó en el trabajo de parto, hasta que lo vi salir, magullado, mantecoso, arrugado, hinchado y… feo... como nacen todos los bebés despiertos, chillando, porque vivir duele y todos lo aprendemos con el primer respiro. A las 10 de la mañana conoció a su papá, quien lo primero que hizo fue recibirlo y revisarle cada parte de su cuerpo: dedos completos, manos, uñas, ojos. Cuando le quitó el gorrito, no pudo evitar la cara de interrogación: "¿Y se va a quedar así con esa cabeza de lápiz?"
-- "No, es solo que estuvo 19 horas tratando de salir".
Comentarios
Publicar un comentario