Historias de Uber
Martín tiene 17 años pero le dice a los pasajeros que tiene 19, porque nadie confía en un conductor de Uber de 17, por más experto que sea. Se aprendió las rutas de Bogotá mejor que cualquier taxista veterano, sabe dónde no meterse después de las ocho y cómo librarse del trancón de la Caracas a las cinco. En su carro siempre hay música, buena música. Dice que el ambiente lo pone uno, no los pasajeros.
Uno de sus primeros clientes fue
un señor de unos cuarenta, serio, con acento caleño y cara de quien ha visto
cosas que no se cuentan. Al principio no hablaba, pero a mitad del recorrido
empezó a soltar frases como piedritas de río: redondas, contundentes, sabias.
“Ahorre, mijo. Desde ya. Así sea poquito. Ahorre.” Después vino el sermón: que
estaba bien que trabajara, que en su vida nunca había visto un sicario o una
prostituta millonarios. “La plata que llega fácil, se va volando, como mujer
ajena”, soltó con una risa amarga. “Y no jugués con fuego, que te quemás.” Lo
dijo dos, tres veces, como quien intenta salvar a alguien sin espantarlo. Y
así, entre consejos financieros y advertencias de viejo zorro, llegaron al
destino. Antes de bajarse, el señor lo miró con esa mezcla de nostalgia y
admiración que uno solo ve cuando un adulto reconoce que la juventud ya le
queda lejos.
En otra noche de tantas, subieron
cuatro personas con acento guajiro. No hablaban wayuunaiki, pero la música que
pusieron y las historias que contaban lo llevaron mentalmente al norte del
país. Martín hizo varias carreras esa noche en las que se subían personas de La
Guajira. Todas hablaban de lo difícil que es empezar en Bogotá y lo fácil que
se encuentra gente de allá una vez uno aterriza en esta ciudad. Siendo evidente
que la tierra árida del norte está sembrando raíces hasta la capital.
En uno de esos tantos recorridos
con gente de La Guajira, se encontró a una mujer de labios gruesos y voz seca,
de esas que no le temen a decir lo que piensan. Criticaba a Bogotá en cada
semáforo, como quien escupe la arena que lleva en el alma, pero al final —casi
en un suspiro resignado— admitía que esta ciudad era una fábrica de
oportunidades. En medio del trayecto, Martín terminó contándole más de la
cuenta: que desde que una mujer mayor lo dejó hecho trizas, aprendió a poner
distancia antes de que algo duela. Que después se había gustado con una chica
de su edad, pero el miedo a comprometerse lo llevó a alejarse. Allá mismo, en
La Guajira, terminó metiéndose con otra compañera del colegio —una historia
fugaz, que parecía intensa, pero no cuajó. Le terminó, y con algo de vergüenza,
volvió a buscar a la primera. Ahora están juntos. No es perfecto, pero es amor.
Al finalizar el recorrido, lo miró desde la puerta, con esos ojos curtidos de
viento y desengaño, y le soltó, como quien echa la última bendición antes de la
tormenta: “Tené cuidado con el karma, que es más rápido que un burro en bajada.
Esa misma semana recogió a cuatro
venezolanas con una niña de unos 12 años. Iban contentas, maquilladas,
brillantes. "Vamos pa' una fiesta, papi. Allá se pone bueno a las
dos." Martín no entendía cómo alguien podía ir a una fiesta a esa hora,
pero ellas hablaban con entusiasmo de que la fiesta terminaba a las ocho de la
mañana. La niña también iba emocionada. No era la primera vez. "Ella ya
conoce, va con nosotras siempre", dijo una, y Martín no supo si reírse,
alarmarse o simplemente manejar. Al final de camino lo invitaron a ir con
ellas, con risa de picardía les dijo que no y en su mente pensaba: un millón de
dólares no se consiguen solos. Con la frase “nooo pues tan juicioso” siguieron
su camino.
En una de esas carreras largas
conoció al contacto más valioso que puede tener una familia como la nuestra, en
la que todos usamos gafas. Una señora se subió hablando de lo cara que estaba
la vida, y en medio de la conversación, Martín se enteró que era dueña de un
laboratorio óptico. "¿Vos sabés lo que valen unas gafas? Pero yo se las
dejo baraticas." Anotó el número, toda una mina de oro ese contacto
jajajaja.
También recogió a un militar. De
esos que se montan rectos y saludan como si uno también estuviera en formación.
Al principio hablaba con orgullo de las Fuerzas Militares, pero a medida que
avanzaba la carrera, la historia se volvía más gris. "El Catatumbo no es
lo que muestran en los noticieros, mijo... uno allá entiende muchas
cosas." Al final, terminó diciéndole que lo único bueno de su carrera era
que iba a pensionarse joven. A los 40 va a salir pensionado. Martín pensó que
para ese momento él ya tendría su empresa y estará a solo 10 años de su primer millón
de dólares.
Cada noche es una historia. Cada
pasajero, un mundo. Martín recoge gente y los deja en sus destinos, pero
también se lleva un pedacito de lo que cuentan. A veces vuelve a casa a las
tres de la mañana, abre la puerta sin hacer ruido, se quita los zapatos y se
acuesta con la cabeza llena de voces, acentos y canciones. Le pregunto cómo le
fue y me dice: "bien, hice buenas carreras, conseguí unas gafas baratas y
aprendí que la vida no espera... hay que manejarla".
Y mientras él duerme con una
calma que ya muchos adultos hemos perdido, yo lo miro y pienso que quizá, en
este mundo cada vez más apresurado, más desconfiado y desconectado, lo único
que realmente importa es que alguien te lleve —aunque sea por un rato— con
cuidado, con música, y con los sueños bien puestos en la ruta.
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