DIOSAS QUE SANAN
Hubo una vez —o varias veces, o todos los meses si te fijas bien— un grupo de mujeres que se reunía cuando la luna se ponía redonda, grandota y descarada. No eran brujas, aunque algunas olían sospechosamente a ruda, no eran santas, jamás lo quiera el universo. Eran más bien... diosas. Pero no de las mitológicas. Eran de las otras: las que trabajan, crían, lloran en silencio y a veces se salvan a punta de rituales improvisados y amigas que no preguntan mucho.
Eran
siete. O eran muchas, pero siete suena bonito.
Aina
pintaba. No cuadros. Aina pintaba la vida: las paredes tristes, las palabras
que dolían, los domingos sin plan. Le bastaban los dedos y un tarro de algo que
encontrara en la cocina. Una vez curó una ruptura solo con rojo y un pincel.
Luma
escribía. No libros. Escribía rabia, ternura y verdades que te hacen bajar la
mirada. Sabía usar las palabras como bisturí y también como caricia. Una vez le
escribió una carta a una amiga que no hablaba desde hace un año. Terminó
llorando... la amiga y la carta.
Zaire
creaba. De todo. Cosas inútiles, cosas hermosas, cosas que no sabías que
necesitabas. Le decían “creativa” pero eso quedaba corto. A veces parecía que
su cabeza tenía un taller, una tormenta y una juguetería, todo a la vez.
Nari
sabía de plantas. Pero no era “la de los remedios”, no. Era la que entendía
cuándo necesitabas menta y cuándo solo era cuestión de llorar un poquito más.
Nari te ponía un té, te ponía la mano en la espalda, y el mundo parecía menos
asfixiante.
Juma
cantaba. No para el público. Cantaba para sostenerse. Para espantar miedos.
Para quedarse un poco más en este mundo. Su voz era un abrazo que no pedía
permiso.
Mael
tenía paciencia. La paciencia que a muchas nos falta, ella la tenía toda, la
tuya y la mía. La paciencia de escuchar sin interrumpir. La paciencia de
quedarse sin que le digan “gracias”. Era tan paciente que a veces una creía que
estaba dormida... pero no. Solo estaba sintiendo.
Y
Tara… Tara era un caos organizado. Hacía rituales con piedras, velas, palabras
que inventaba y bailes sin forma. Le creías porque no le importaba que le
creyeras. Ella era la fiesta, el conjuro y la grieta por donde se colaba la
luz.
Cada
luna llena se reunían. No por mística. Sino por necesidad.
Encendían
el fuego a punta de risas, escribían lo que dolía, lo que ardía, lo que ya no
iba más. Pintaban símbolos en la piel, tejían, cocinaban, callaban. Nadie
explicaba nada. Todas sabían.
Y la luna…
ah, la luna.
No hablaba.
Pero brillaba más fuerte cuando algo se estaba diciendo con el alma. Guiñaba
detrás de una nube cuando se nombraba una herida antigua. Y se quedaba quieta,
redonda, testigo, como diciendo: “háganle, yo aquí estoy”.
-
Una
vez, algo cambió.
-
No
fue tragedia.
-
Fue
vida.
Una
de ellas no volvió.
Otra
llegó nueva.
Alguien
lloró diferente.
Alguien dejó de hacerlo.
Se hicieron más.
Algunas
no sabían pintar, escribir o tener paciencia.
Pero
sabían estar.
Y eso
era más que suficiente.
Y
así, bajo esa luna descaradamente cómplice, entendieron que la magia no estaba
en la salvia ni en el fuego. Estaba en la red.
-
En
la amiga que no dice “te lo dije”.
-
En
la que se queda en silencio mientras tú hablas mal de tu ex (otra vez).
-
En
la que no juzga tu hechizo torcido.
-
En
la que no huye cuando empiezas a llorar por nada… y por todo.
Se sanan. A veces a medias. A veces tarde. A veces mal. Pero se sanan. Y la luna, desde allá, sigue sin decir nada. Pero ilumina. Y eso, algunas noches, alcanza.
Super trabajo en favor de las. Mujeres
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