Cerebro de gallina
Los
seres humanos tendemos a querer entender la realidad explicada desde lo que
somos, si vemos un perro en la calle, reducimos su existencia a la lástima o la
tristeza. Decimos cosas como: pobre perro, no tienen la culpa de nada, por qué
debe aguantar hambre o vivir en la calle. Lejos está la mirada crítica de
darnos cuenta de que juzgamos esa realidad desde nuestros temores, nuestros
miedos. Desde el propio temor humano a tener hambre, frío o estar solo. En
realidad, un perro en la calle, aunque tenga hambre. Tal vez sea un perro
feliz, tranquilo, sin límites, ni reglas, ni reclamos. Claro, esto es algo que
seguramente la humanidad no podrá comprobar nunca. Porque sin importar quién o
de qué manera realicé el estudio del comportamiento animal, lo hace desde su
humanidad, esto es algo de lo que no se puede separar, no se puede dejar de ser
humano para investigar.
Es
común que adjudiquemos a los animales sentimientos de desamparo debido a la
empatía humana. Pocas veces, comparamos los sentimientos bajos, despreciables, vergonzosos
que compartimos seres humanos y animales. Hace poco, en casa de mi madre quedé
consternada cuando vi, en el gallinero, cómo un grupo de pollos grandes, como
de tres meses, le hacían matoneo a un pollo que había nacido diferente. Todos
eran hermanos de la misma camada, pero este pollo nació ciego… era un animal
hermoso, pero ciego. No tengo ni idea, cómo los otros pollos se dieron cuenta de
eso. No se supone que cuando a uno le dicen cerebro de gallina es asumiendo que
las gallinas son brutas, son animales que no entienden la realidad.
Pues
bien, esta experiencia comprueba, no solo que no son brutas, sino que además
pueden desarrollar sentimientos mezquinos ante lo diferente. De pequeños todos
andaban debajo de las alas de la mamá gallina, todos comían al tiempo, bebían
agua, sin embargo, el pollo ciego siempre era excluido por sus hermanos.
Incluso, él no reconociendo su discapacidad, porque había nacido así,
obviamente no podía imaginarse el mundo de una manera diferente. Se defendía,
peleaba con sus otros hermanos por tomar del tarro con agua, por comer maíz o
resguardarse. Sin embargo, los otros como si, además, hubieran hecho un plan,
lo rechazaban. Le picaban la cara, las alas, lo pisaban. Y, especialmente,
había un comportamiento que llamaba la atención. ¡Le picaban los ojos! ¿Cómo
hace un pollo para saber que otro está ciego?
Así
fue la corta vida de este pollo, hasta su último día tuvo que luchar por
sobrevivir y tener derecho al alimento o el abrigo, pues los otros consideraban
que no era digno un pollo que no veía. El día que el pollo ciego murió la
sorpresa fue bajar y descubrir que quienes lo habían matado eran sus hermanos,
durante la noche lo habían golpeado como uno no puede imaginarse. Y, ¡le habían
sacado los ojos! Yo no lo podía creer, tenía los huecos de los ojos vacíos, sus
hermanos habían picoteado su cara hasta reventar la pupila y no dejar nada.
¿Cómo
había podido pasar esto, si ellos eran simples animales? Entonces, descarté por
completo la idea de que los animales son solo instintos, no podía ser así. Ese
pollo no representaba mayor riesgo para su supervivencia. Qué de malo tenía ser
un pollo ciego. Entonces vi la condición humana reflejada en esa acción de
discriminación, pensé: No somos tan diferentes. Desde ese día me comí los
pollos de corral con menos pesar, y comprendí que si se pudiera cocinar algunos
humanos tampoco me dolería comérmelos.
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