Ella es Maritza.

Yo no sé porque usted me cae bien. Si yo normalmente soy rabona, una trata que no, pero con todas estas creídas de mierda a uno se le sale. fueron las primeras palabras que le escuché de Maritza el día que la conocí. Me preguntó ¿le puedo dar un abrazó? Y yo dije que sí, aunque sentía cómo el estomago se me revolcaba de ver ese pelo mantecoso acercándose a mi cara. Todas y todos somos iguales, hasta que vivimos en la calle toda una vida.
A ella la conocí, en un hogar para mujeres habitantes de calle. Yo estaba allí por cosas de trabajo y ella por cosas de la vida. Me sorprendió, conocer, que Maritza no fuera drogadicta ni aldólica, aunque había vivido en la calle desde los 7 años. Mi curiosidad creció cuando escuché que desde los 8 años trabajaba barriendo, limpiando mesas y haciendo oficio por comida.
Que, a los 15 años, ya conocía a un grupo de mujeres, que, como ella, no tenían familia y se apoyaban entre ellas; se cuidaban, se ayudaban. Tenían algo así como una bolsa común de gastos para el alquiler de la pieza o el mercado. Maritza aprendió hacer lámparas y manualidades con reciclaje, y les enseñaba a las otras para salir a vender. Era una especie de microempresa de habitantes de calle.
Cuando ella lo contaba, simplemente decía que había sufrido mucho estando en la calle desde tan pequeña, por esa razón, buscaba apoyar a las chicas que iba conociendo. Tuvo muchos problemas con algunas que le robaron mercancía o dinero. Algunas llegaban pidiendo ayuda, se quedaban en la pieza y a media noche salían llevándose lo que podían, ropa, ollas, mercado… lo que fuera. Porque contrario a Maritza, ellas sí tenían problemas con las drogas.
Llena de asombro y curiosidad, seguí preguntándole a Maritza por su vida, sus costumbres, sus sueños y su pasado. Me contó que había hecho tránsito de hombre a mujer a los 10 años. Que la señora del restaurante donde pelaba papa y arreglaba mercado fue la primera en regalarle un labial. Después de eso ella empezó a cuadrarse su propio maquillaje con el rebusque. Ahora, carga la bolsa amarrada al sostén, y, todos los días separa dinero para la pieza (la noche), porque las mujeres son muy vulnerables durmiendo en la calle. Con lo del diario se compra comida, y si hace falta para el esmalte, medias veladas y el resto de maquillaje.
Cuando le pregunté por su familia me contó
Maritza es la séptima de 8 hermanos, creció en un barrio humilde del centro de Bogotá. Se hizo grande corriendo por calles angostas y escondiéndose en las esquinas. No corría por miedo, corría por rabia. A los 6 años aprendió que algunas esquinas podían hacerla invisible, para que sus hermanos dejaran de gritarla, tocarla y pegarle. Le gritaban ¡maricón! ¡maricón! mientras tanto ella corría tratando de desaparecer los gritos.
A veces, cuando la mamá llegaba del trabajo, la encontraba acurrucada en la esquina de su casa. Maritza no entendía, por qué cuando la veía ahí la cogía a patadas, y arrastrándola del pelo se la llevaba a la casa, le decía: ¡usted se me arregla a las buenas o a las malas! Pero, está muy chiquito para que ande en las esquinas buscando lo que no se le ha perdido ¡Por qué Dios me castigó con un hijo enfermo!

En casa no paraba de hacer oficio, como solo había dos mujeres en la familia, y su mamá trabajaba todo el día, ella era quien se encargaba de la comida, el piso, las camas, el baño y lo demás. Cuando le peleaba a su mamá por qué sus hermanos no colaboraban, su mamá de un bofetón le respondía ¡porque ellos sí son hombres de verdad! Y los hombres de verdad no hacen oficio, si quiere ser mujer pues haga las cosas que hacen las mujeres, a ver si así se aburre y se vuelve un machito.

Odiaba ser la séptima de ocho hermanos pues heredaba la ropa de los mayores, ropa vieja, con parches en las rodillas, botas raspadas a las que se le entraba el agua, pero eso no era lo peor, sino que fuera ropa de niño. Ella para hacerla un poco más femenina la cortaba por encima de la rodilla; pero entonces su mamá venía y le pegaba gritando ¡si no te curas a las buenas, te curas a las malas! Ella no entendía de qué se tenía que curar. No sabía que cortar pantalones fuera una enfermedad.

El día que cumplió siete años, su mamá le dijo que estaba cansada de pelear, que esto se tenía que acabar ya; le dijo que arreglara la casa y se pusiera ropa abrigada que iban a salir. Maritza feliz, arregló la casa lo mejor que pudo, limpió el polvo y brilló los pocos muebles de madera que había, corrió a bajar y doblar la ropa. Buscó su mejor atuendo y el más abrigado.

Cuando estaba lista saltaba de la emoción en la puerta, ¿mami dónde vamos a ir? -No te preocupes, niña-. Ese día salieron a misa, a la catedral primada de Bogotá, ese lugar quedaba como a uno hora de su casa, tuvieron que ir en bus y luego bajarse y caminar, por entre calles y tiendas que eran todas iguales. Después de entrar a misa la mamá la sentó en las escaleras de la catedral, le compró un helado y le dijo que la esperara ahí. Hoy, 53 años después, sigue esperando que vuelva por ella.

Cuando se prostituye en las esquinas, ya no es invisible, se para ahí para que los hombres la miren, y entiende qué era lo que su mamá le decía que estaba buscando cuando era pequeña. Tiene sexo contra cualquier pared, y ruega al cielo que aquellos hombres que la tocan y se la meten como si fuera un animal no vayan a ser sus hermanos. Piensa que eso sí sería un pecado.

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