Dos ralles azules
DOS RAYAS AZULES
Dos rayas azules
marcan la diferencia; la cajita plástica cae al suelo, seguido de dos lágrimas
que dejan círculos oscuros en el suelo de madera. María sale del baño y las
máquinas de coser, a ambos lados del salón, suenan a toda marcha. Mujeres con
montañas de tela cosen en cadena cuellos, mangas, botones y puños. La
producción se ha incrementado debido a la guerra. Cada vez son más largas las
jornadas, pero el pago siempre es el mismo.
Sentada frente a
la máquina, los hilos crean rayas perfectas en las camisas. Mientras cose, se
imagina al feto nadando en su vientre, tocándola por dentro. Esto no es algo
que le inspire ternura; le causa asco, miedo y ganas de salir corriendo. Se
imagina sacándolo todo con una cuchara y dejándolo en un tarro, para continuar
con su vida. Pero le da miedo. Todas las tardes en casa, procura hablar con sus
vecinas sobre la mejor manera de expulsarlo. Algunas le han hablado del agua de
ruda y baños de asiento con pepa de aguacate.
El sonido del
pie pisando la tela la transporta fácilmente a estas conversaciones:
"Debes hacerlo antes del primer mes, luego es más peligroso, será mejor
que lo tengas… ya sabes tú, podría ser bueno para tu vida."
Con su mente
consumida, el trabajo se va con desperfectos. En pocas horas, su jefe la solicita
en la oficina. "María, usted sabe cómo están las cosas. La guerra ha
aumentado la exigencia de producción. Los soldados rompen sus uniformes a
diario, y los de aquellos que mueren en el campo no son reutilizables. Así, no
podemos seguir… apenas si logramos cumplir con las metas y usted lo está
atrasando todo. Últimamente la he notado distraída. ¿Está usted enferma?"
María asiente
con la cabeza, esperando algo de compasión por parte de su jefe. Sin embargo,
él replica: "Me da pena con usted, María, pero no podemos tener acá
mujeres enfermas. ¿Sabe usted cuánto nos afecta? Si lo aceptamos, no podríamos
llegar ni a la mitad de lo que debemos. ¿Usted lo entiende? ¿Verdad?"
María agacha la cabeza, se le humedecen los ojos y piensa: "¡Todo esto es
culpa de ese gusano que llevo dentro! Yo, incluso he llegado a ilusionarme, y
mira, el primer regalo que me das es dejarme sin empleo."
"María, a
juzgar por su silencio, asumo que entiende mis argumentos, así que le voy a
pedir el favor que, al terminar el día, levante sus cosas del puesto de trabajo
y regrese a la fábrica únicamente a reclamar su liquidación."
Desconsolada,
sin saber qué más hacer, regresa a su puesto y continúa cosiendo, ahora con
mayor velocidad, tratando de recuperar el tiempo perdido en la oficina. Sus
compañeras murmuran y sacan conjeturas sobre lo ocurrido. Al mediodía suena la
campana para salir a almorzar, María se dirige a su casillero, saca su
almuerzo, se sienta en una silla pequeña fuera del comedor y lo destapa. De
inmediato, el olor a ensalada de apio inunda el perímetro. En su cabeza, las
voces de mujeres diciendo: "Yo también lo hice, no es tan malo. Es mejor
no tenerlo a traer un niño a aguantar hambre ¿No crees?"
En respuesta a
esa pregunta, se levanta de la silla con el tarro de ensalada en la mano y se
dirige al baño. Allí, pone el tarro sobre la cisterna, se baja los pantalones y
la ropa interior. Se sienta en el baño y empieza a meter, uno a uno, los
pedazos de apio. Al terminar, se levanta, acomoda su ropa, se lava las manos y sale.
Camina cuidadosamente haciendo fuerza en los músculos del vientre, tratando de
evitar que los trozos se salgan. Se sienta en su máquina y empieza de nuevo;
una prenda detrás de otra, la fila de camisas avanza con mayor velocidad. Ya no
hay qué pensar, la decisión está tomada. Pasadas dos horas en esta marcha sin
fin, la tela se vuelve borrosa y el hilo ya no parece ir en línea recta sino
bailando al compás de un barullo de voces que se escuchan a lo lejos.
De pronto, se
siente metida en una piscina, completamente liviana. Las voces no se
distinguen, los sonidos son apenas perceptibles. La vista es nublada y azul.
Qué buena sensación, qué descanso, ella quisiera quedarse allí sumergida, por
mucho tiempo, tal vez para siempre.
En la fábrica,
las mujeres corren y gritan; en un charco de sangre en el piso está María,
desmayada, inconsciente, pálida; se ve más pequeña y delgada de lo que se veía
dos horas atrás, pareciera que la pérdida de sangre le ha restado tamaño. El
supervisor la mira y pasa por el lado tratando de no untar sus zapatos. Piensa:
"¿Por qué no la despedí ayer antes de que esto ocurriera?"
De pronto, una
sensación de tibieza envuelve el cuerpo de María, parece que se va más
profundo, allí no le falta nada. Está completa, no siente hambre ni dolor, las
preocupaciones han desaparecido. Ahora, no entiende por qué lloraba en la
mañana; un despido, al final, es algo tan insignificante. Algunas compañeras
lloran al verla convulsionar en el charco de sangre que se hace cada vez más
grande. Los ojos de María están blancos, y la lengua retorcida en su boca hace
que se vea aterradora. La confusión invade la fábrica, la producción está
detenida.
Fuerte e impactante.
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